martes, 4 de agosto de 2015

Buenos Aires, la ciudad que no sabe caminar | Ensayo

Columnista invitada: Maranga
periodista, neurótica y superyoica



Soy una incapacitada vial. No manejo porque no confío en los demás. Andar en bicicleta me da  vértigo. Ni hablemos de las motos… Una inútil, bah. Es por eso que cuento con mis pies –y nuestro adorado transporte público- para movilizarme.
Tras varias décadas de relevamiento, concluí que Buenos Aires es una ciudad que no sabe caminar.
¿Hay algo peor que encontrarse de repente atascado en un embotellamiento peatonal que atesta a la calle Florida un mediodía de diciembre con el rayo del sol que te parte la frente mientras un coro de arbolitos canta "cambio, cambio"? No lo creo.
A Buenos Aires le falta circulación y el "es que somos muchos" no es excusa. En otras grandes ciudades se puede caminar sin que a uno le agarre un ataque de nervios tratando de pasar a la piba que mira constantemente para abajo mientras chatea con el celular como si nada a su alrededor existiera.
Te digo más. Debería estar prohibido pasear por avenidas, calles muy transitadas y zonas de oficinas. ¿Querés relajarte con una linda caminata? Andate al parque, a alguna callecita barrial, con árboles y esas cosas. Dejanos a los apurados estresarnos, que nos cierra el banco.
¿Querés mandar un mensajito? Parate en un rinconcito, y de paso, reservate un ojo para los encariñados con lo ajeno. ¿Saliste con diez amigos? No ocupen toda la vereda como si fueran la barra brava de All Boys, chicos. ¿Viste unos zapatos divinos en una vidriera? Acercate lentamente, miralos tranquila, no frenes de golpe como si hubieses visto al espíritu del mismísimo Oscar de la Renta.
Para el grupo de diez señoras (y señores) que tuve que esquivar el otro día en plena Avenida Corrientes mientras charlaban como si estuvieran a la orilla del mar en la Bristol no tengo palabras.
¿Y qué me dicen de los que caminan revoleando los brazos como si fueran a levantar vuelo? Peor aún si llevan una pequeña arma de destrucción masiva entre sus dedos. Es una quemadura segura.
Esto me obliga a levantar el índice por un momento y recordarles algunas frases obligatorias para la convivencia citadina: "¿te lastimé?", "disculpame", "permiso", "por favor", "gracias". Y háganme el favor de saludar al chofer del colectivo cuando se suben. Los tipos se bancan a mil maleducados que les recitan números y calles todo el día. Les juro que no se nos va a caer la lengua por derrochar buendías.
En fin. Llámenme neurótica, pero en mi mundo perfecto tendríamos una luz de giro, otra de freno y debería haber velocidades mínimas y máximas, como en las autopistas. Podríamos tener una bocina también. Confieso que me he tenido que morder los labios más de una vez para no gritarle "¡piiiiiii piiiiiiiiiiiiiiii!" en la oreja a alguna señora charlatana y campante.

Abuelitos y abuelitas: a ustedes los perdonamos, gozan de total impunidad. Bastante que todavía se animan a caminar entre esta horda de salvajes. Igual, ya que estamos, si pudieran apurar el paso… 

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