Columnista invitada: Maranga
periodista, neurótica y superyoica
Soy una incapacitada vial. No manejo porque no confío en los
demás. Andar en bicicleta me da vértigo.
Ni hablemos de las motos… Una inútil, bah. Es por eso que cuento con mis pies
–y nuestro adorado transporte público- para movilizarme.
Tras varias décadas de relevamiento, concluí que Buenos
Aires es una ciudad que no sabe caminar.
¿Hay algo peor que encontrarse de repente atascado en un
embotellamiento peatonal que atesta a la calle Florida un mediodía de diciembre
con el rayo del sol que te parte la frente mientras un coro de arbolitos canta
"cambio, cambio"? No lo creo.
A Buenos Aires le falta circulación y el "es que somos
muchos" no es excusa. En otras grandes ciudades se puede caminar sin que a
uno le agarre un ataque de nervios tratando de pasar a la piba que mira
constantemente para abajo mientras chatea con el celular como si nada a su
alrededor existiera.
Te digo más. Debería estar prohibido pasear por avenidas,
calles muy transitadas y zonas de oficinas. ¿Querés relajarte con una linda
caminata? Andate al parque, a alguna callecita barrial, con árboles y esas
cosas. Dejanos a los apurados estresarnos, que nos cierra el banco.
¿Querés mandar un mensajito? Parate en un rinconcito, y de
paso, reservate un ojo para los encariñados con lo ajeno. ¿Saliste con diez
amigos? No ocupen toda la vereda como si fueran la barra brava de All Boys,
chicos. ¿Viste unos zapatos divinos en una vidriera? Acercate lentamente,
miralos tranquila, no frenes de golpe como si hubieses visto al espíritu del
mismísimo Oscar de la Renta.
Para el grupo de diez señoras (y señores) que tuve que
esquivar el otro día en plena Avenida Corrientes mientras charlaban como si
estuvieran a la orilla del mar en la Bristol no tengo palabras.
¿Y qué me dicen de los que caminan revoleando los brazos
como si fueran a levantar vuelo? Peor aún si llevan una pequeña arma de
destrucción masiva entre sus dedos. Es una quemadura segura.
Esto me obliga a levantar el índice por un momento y
recordarles algunas frases obligatorias para la convivencia citadina: "¿te
lastimé?", "disculpame", "permiso", "por
favor", "gracias". Y háganme el favor de saludar al chofer del
colectivo cuando se suben. Los tipos se bancan a mil maleducados que les
recitan números y calles todo el día. Les juro que no se nos va a caer la
lengua por derrochar buendías.
En fin. Llámenme neurótica, pero en mi mundo perfecto
tendríamos una luz de giro, otra de freno y debería haber velocidades mínimas y
máximas, como en las autopistas. Podríamos tener una bocina también. Confieso
que me he tenido que morder los labios más de una vez para no gritarle "¡piiiiiii
piiiiiiiiiiiiiiii!" en la oreja a alguna señora charlatana y campante.
Abuelitos y abuelitas: a ustedes los perdonamos, gozan de
total impunidad. Bastante que todavía se animan a caminar entre esta horda de
salvajes. Igual, ya que estamos, si pudieran apurar el paso…
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